viernes, 29 de abril de 2011

GATOS ROMANOS







Gato Romano
Enviado por LunaBruna el Dom, 11/04/2010 - 20:44.
En la ciudad hay muchísimos gatos como ellas, son gatos comunes atigrados o jaspeados de pelo corto y color anaranjado, pardo o gris con rayas oscuras, algunos tienen la panza, las patas, el hocico y el cuello blancos. Están en los jardines, en los tejados, en las riberas de los ríos, en los muelles, en las playas, en las calles… Y hasta hace unos años abundaban, dicen, en el Coliseo de Roma, por eso les llaman gatos romanos. Pertenecen a la noble y antigua estirpe del Gato común europeo. Casi con toda seguridad su antepasado más conspicuo fue aquel felino dinámico y vividor llamado ‘felix lybica’ que los romanos trajeron de África y con el que poblaron Europa.

Imagen: “Mujer con gato” de Vermeyen, 1546



Ellos, los gatos romanos, Son todos iguales o todos distintos, o parecidos, o casi, o lo que sea, o nada.

Mosaico romano, S.I; Gato gordo de Cornelis Visscher, 1657; un gato de Picasso, S.XX.

Si uno de ellos es tu gato, te quiere, puedes asegurarlo, pero no le gustan los extraños. A su manera es un gran compañero: vigilante, interesado, pillo, perezoso, destrozón, cariñoso, soberbio y juguetón. Te echa de menos cuando pasas días fuera de casa pero eso no significa que sea fiel y sumiso, él siempre hace lo que quiere. Si te apetece achucharle, te ignora; si quieres leer, trabajar, dormir o estar tranquilo curioseará en tus libros, aporreará tu teclado, deambulará arriba y abajo sobre tu cuerpo adormecido o se esforzará con empeño en anidar en tu regazo.

Si le regañas o le cacheteas el culo te mirará como si fueras una rata, con esos ojos de pupilas hipnóticas… ¡Qué ojos! No hay otro animal en el mundo con unos ojos tan grandes en medio de una cara tan menuda.

Grabado de Gustave Doré. S. XIX

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Los de la gata Flora son enormes, casi siempre amarillos y a veces verdosos; ora redondos, ora almendrados. Cuando me mira con los ojos entrecerrados me pregunto qué estará cavilando porque a buen seguro es algo que a ella le conviene y a mí no. También sus orejas hablan. Esas orejas grandes como antenas parabólicas que dirige en todas direcciones y dispone en tantas posturas como sean sus estados de ánimo.



La gata Reina, la gata Flora y las dos.

Allí, en la calle, estaba la gata Reina cuando alguien la recogió para que en una afortunada carambola de sucedidos acabara en mi casa. ¡Qué suerte la mía! ¡Cuánto echo de menos a la gata Reina! Aún no me acostumbro a su ausencia y a medida que el tiempo pasa la recuerdo cada vez más dulce y cariñosa. La gata Flora es distinta, más salvaje, más arisca, más exigente y mandona.

Miradla, duerme. Es tan plácido el sueño de gata oronda que pienso en robar un poco de su hermosa calma y corro a buscar la cámara. Está enganchada del trípode, así que tardo un poco. La preparo y quito el flash; ella es muy sensible a la luz y más si son fogonazos. Llego tarde, ya se está despertando, acaba de abrir un ojo.



El despertar de Flora


Me mira y se pregunta –lo noto- qué será esa cosa fea y negra que me deforma la cara. Perezosa, estira la patita para tocar. A ella le gusta tocar y al tiempo que adelanta la zarpa ya va preparando las uñas. Es una gata muy brava, a la que te descuidas te ha echado un golpe de uña y aunque no llegue a arañar, el pinchazo pica. Avanza la patita hacia la cámara y reclama con tono decidido:

-Déjame ver qué es eso… vamos, ¡déjame ver! ¡Venga!… no llego ¡Pesada eres, oye! Anda y que te den, no pienso estar pendiente de ti mucho tiempo, tengo más cosas en las que pensar y entretenerme.

Luego mira lejos y hace como que se olvida de mí. Lo suyo es puro imperio, casi divina. No volverá a mirarme hasta que pueda ofrecerle algo que la seduzca, quizá un cálido regazo, quizás una latita de atún. Solo entonces, ante la promesa de un bien mayor, abandonará su regia arrogancia.

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